CUATRO
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Es junto al Raval de Jesús, en Tortosa, cerca del lugar donde el Ebro desparrama sus aguas, hace la tierra fértil y siembra un refugio de pájaros que pespuntean los arrozales de colores rosados o verdosos, brillantes de luz, trazos de vida, destino de muerte para el Rubio. Las garzas perforan el aire, y hay caballos y toros que miden su fuerza con el limo; el Rubio quiere envolverse en las alas de un ángel, cansado ya de ese demonio al que, según la gente, le ha vendido el alma desde hace muchos años.

Fin de trayecto, ha podido decirle a la Pastora. No hay más alas. O quizá no ha tenido tiempo de gritárselo. Tú espérame aquí, Teresa, le ha rogado, me gusta imaginármelo como acostumbra a verse este tipo de héroe en las películas. Son de confianza, quédate tranquila. Un enlace que se quemó y vino a dar por estas tierras. Nos han vencido, nos lo hemos repetido una y otra vez, y no hay más modo de salir que confiando en los que aún recuerdan el pasado. Siempre queda algún rescoldo de los viejos tiempos, de las huellas de los golpes. Se borran de la piel, pero el alma sigue empapada de ellos.

Ha llovido toda la tarde. O tal vez no. Me gusta imaginar que ha llovido durante horas, y que el Rubio y la Pastora han aguardado largo rato ocultos en una caseta abandonada, o debajo de unas chaparras, como cuando, meses antes, huyeron del Mas de Blasco porque uno de los masoveros volvió del pueblo, no con el dinero que le habían exigido, sino con la cuadrilla de somatenes y con los guardias. Corrieron hasta la Morilla por sendas que El Rubio conocía como nadie, la jauría armada echándole el aliento en la misma nuca. Se metieron así, como gatos enroscados, tumbados de lado, buscando un rato de sueño después de la desbandada, sin el mismo dinero que ahora buscan en el Raval de Jesús, dejando de oír poco a poco los pasos de quienes les acechan. Teresa, en esos casos, duerme con un ojo abierto, y a él lo despierta un temblor cualquiera que presiente en la tierra si algo se aproxima.

Francisco Serrano Iranzo

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Teresa (Florencio) Pla Meseguer

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Así siguieron hasta el amanecer, y a Florentín, el masovero de la Morilla, mientras labraba el bancal para sacarlo de barbecho, el macho se le espantaba cada vez que daba la vuelta junto a las coscojas aquellas, tanto que al remate se dijo: pues aquí, esto, qué podrá ser; y fue y los halló a los dos; a Florentín le duró mucho tiempo la congoja de verse tan cerca del Rubio, y, aunque nunca lo confesaría porque no lo tacharan de poca sangre, divisó la sombra de algún muerto aún reciente en las pupilas del guerrillero.

Quiero imaginarlos acurrucados bajo la lluvia, enroscados como gatos en celo, allí en una caseta junto al río de aguas tranquilas, atisbando la noche. Recordando, quizá, lo que algún día fueron, o acaso lo que pretendieron ser. Extenuados por el lento desgranar de la huida, un rosario de atrocidades. La dicha mayor, el punto más luminoso de mi fantasía es pensar que el Rubio, durante esos instantes que preceden a su muerte, se acuerda de un simple abrazo. La mujer que me lo contó ahuyenta todos los miedos juntos de la vida recordando historias como ésta. El Rubio, la noche del Raval, evoca también los gozos que nos ayudan a amar la vida con todos los miedos juntos.

Después, la lluvia y la tarde cesan a la vez. Se oyen los primeros grillos. El hombre y la mujer aspiran el aire húmedo y perfumado de la hierba. Miran las huertas que jalonan la senda que han tomado. Bajan, en silencio, hasta la casa. Ésa es, dice el Rubio, tú espérame aquí, prefiero ir solo, y la decisión de ir solo se me ocurre porque quiero pensar que ha presentido la muerte. Puede ocurrir que, antes de llamar a la puerta, compruebe que no hay más gente en la casa que su amigo. Y allí, encaramado en la tapia, acechando en medio de la oscuridad la vida que discurre detrás de las ventanas, no ve el cañón del fusil prolongando el rostro, el ojo asesino, esa otra voluntad de muerte, y el plomo le revienta las entrañas. Corre sujetándose el vientre para que no se abra del todo, vomitando sangre, gritándole a Teresa que se marche, sediento, cada paso que da más sediento, como si el agua pudiese reparar el chorro de sangre que se derrama. Hasta el aljibe de los huertos. Y en el aljibe se convierte en dos hombres abrazados a la palanca de bombear el agua, unidas las últimas fuerzas en tirar arriba y abajo, una vez y otra, uno bebiendo vida y el otro perdiéndola.

Lo veo tumbado bajo las primeras estrellas de una noche en calma, rojo de sangre el vientre, las piernas, brillante de agua la cara. Y una voz rezonga a su lado:

  • Dejadlo. Se va a morir por beber agua.

El Rubio cierra los ojos, no puede hablar. Comprende que no hace falta pedirles que lo dejen quieto. Sólo desea dormirse del todo antes de que vengan los guardias. Prefiere no ser visto así, rendido, aspirando bocanadas de muerte como se aspira el humo de un cigarrillo. Son instantes en los que el hombre, piensa el Rubio, recupera la bondad, lo mejor que encierra. Olvida la mezquindad y el crimen. Los gemidos de los supliciados. El Rubio aspira la muerte y la muerte le llena los pulmones, los hace fértiles de paz definitiva; el Rubio, al morir, se reconcilia con la vida.

Me es difícil imaginar esa escena de otro modo. Nadie de los que la han visto la han contado en toda su verdad, y mucho menos quien empuñara el arma homicida. Todo en la vida del Rubio es nebuloso, se difumina entre el miedo y el silencio, la vergüenza de los criminales que ni siquiera aciertan a contar la historia a su manera. Lo que sabemos del Rubio no da ni para pergeñar una historia. Ni siquiera su muerte se ha convertido en leyenda: agoniza, me han dicho, junto a un aljibe, o a una acequia, el rostro contraído por el dolor de una herida que le quema las entrañas. Sus asesinos de ocasión han borrado las huellas. Han borrado la memoria del Rubio. Han hurtado incluso sus despojos al dolor de quienes los hubieran enterrado con un mínimo de dignidad.

Una leyenda, por débil que sea, da pie a que cada uno se quede con lo que más le guste de ella. De la leyenda inacabada del Rubio, las malas conciencias atesoran lo que les eriza la piel: que si al "Cabrito" de Castellote, después de matarlo, la partida le puso los genitales sanguinolentos en la boca; que si en Dos Torres de Mercader la misma gente del Rubio ató a una muchacha a una tinaja de modo que oyera los gritos de sus parientes ejecutados a golpes de azuela. Todo eso, el Rubio lo ha sabido siempre, sucede desde que el general Pizarro convirtió el Maestrazgo en un estercolero de guerra sucia. Cuando hay terror se responde con más terror. A la sangre con más sangre. Cuando algo así sucede las ideas se ocultan detrás de la tramoya. Es tu vida o la de ellos. Ni el Rubio ni su gente empezaron la guerra.

Por eso, porque puedo elegir entre los jirones de una leyenda sin hacer, me quedo con un episodio de la vida guerrillera del Rubio que, de algún modo, la dota de una luz especial y nos hace olvidar los terribles trazos -reales o no- con que las voces, entonces y ahora, acostumbran a emborronarla. Y quiero pensar que Francisco Serrano Iranzo, alias "el Francisco", o alias "el Rubio", elige también un hecho así, o cualquier otro similar, de los años en que la lucha guerrillera no se había convertido todavía en un ejercicio sangriento por sobrevivir, para despedirse en paz de la vida.

El Rubio cierra los ojos para morir pensando en los años en que no tenía que matar para vivir. Cierra los ojos para no morir doblado. Es más fácil disimular el dolor con los ojos cerrados. Porque es posible que ese amigo que te ha vendido, o ese enemigo que al fin te ha alcanzado, se compadezca de ti. Y si algo no le gusta al Rubio es la compasión. La compasión es el más desdichado de los sentimientos humanos, porque quien compadece se reconoce impotente. O se finge impotente, y eso es aún peor. El Rubio nunca sintió compasión, ni le tembló jamás el pulso al empuñar un arma. El Rubio cierra los ojos para mostrar mejor que no se doblega, que resiste hasta el último aliento: "Los comunistas son como el acero, ha dicho La Pasionaria, se les puede romper pero no doblar". El Rubio está roto por dentro, pero se mantiene erguido ante la muerte.

Es el final de un trayecto sinuoso, el largo camino desde los puños noblemente levantados hasta este dolor en las entrañas que mata en escasos minutos. Un camino largo y lleno de vueltas desde la rabia hasta la furia. Desde la furia hasta la rabia. La furia y la rabia de los pobres. La muerte es ahora la esperanza. La muerte convierte en leyenda las razones, la muerte fabrica epopeyas. El tiempo lava los accidentes del camino. El Rubio cierra los ojos recordando, de repente, un abrazo envuelto en olor a río, un saludo libertario a una joven de ojos claros y alegres, un atisbo de esperanza en una noche más oscura que todas las noches sin luna del mundo.

El Rubio aprieta los ojos y ve, clarísimos, otros ojos, cientos de ojos como los de la muchacha que abrazó. Luego afloja los párpados, suspira el aire de la acequia en donde ha saciado la última sed, y se duerme pensando que está muerto.

Mayo de 1999.

José Giménez Corbatón.

 
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