Así siguieron hasta el amanecer, y a Florentín, el
masovero de la Morilla, mientras labraba el bancal para
sacarlo de barbecho, el macho se le espantaba cada vez
que daba la vuelta junto a las coscojas aquellas, tanto
que al remate se dijo: pues aquí, esto, qué podrá ser; y
fue y los halló a los dos; a Florentín le duró mucho
tiempo la congoja de verse tan cerca del Rubio, y,
aunque nunca lo confesaría porque no lo tacharan de poca
sangre, divisó la sombra de algún muerto aún reciente en
las pupilas del guerrillero.
Quiero imaginarlos acurrucados bajo
la lluvia, enroscados como gatos en
celo, allí en una caseta junto al
río de aguas tranquilas, atisbando
la noche. Recordando, quizá, lo que
algún día fueron, o acaso lo que
pretendieron ser. Extenuados por el
lento desgranar de la huida, un
rosario de atrocidades. La dicha
mayor, el punto más luminoso de mi
fantasía es pensar que el Rubio,
durante esos instantes que preceden
a su muerte, se acuerda de un simple
abrazo. La mujer que me lo contó
ahuyenta todos los miedos juntos de
la vida recordando historias como
ésta. El Rubio, la noche del Raval,
evoca también los gozos que nos
ayudan a amar la vida con todos los
miedos juntos.
Después, la lluvia y
la tarde cesan a la vez. Se oyen los
primeros grillos. El hombre y la mujer
aspiran el aire húmedo y perfumado de la
hierba. Miran las huertas que jalonan la
senda que han tomado. Bajan, en
silencio, hasta la casa. Ésa es, dice el
Rubio, tú espérame aquí, prefiero ir
solo, y la decisión de ir solo se me
ocurre porque quiero pensar que ha
presentido la muerte. Puede ocurrir que,
antes de llamar a la puerta, compruebe
que no hay más gente en la casa que su
amigo. Y allí, encaramado en la tapia,
acechando en medio de la oscuridad la
vida que discurre detrás de las
ventanas, no ve el cañón del fusil
prolongando el rostro, el ojo asesino,
esa otra voluntad de muerte, y el plomo
le revienta las entrañas. Corre
sujetándose el vientre para que no se
abra del todo, vomitando sangre,
gritándole a Teresa que se marche,
sediento, cada paso que da más sediento,
como si el agua pudiese reparar el
chorro de sangre que se derrama. Hasta
el aljibe de los huertos. Y en el aljibe
se convierte en dos hombres abrazados a
la palanca de bombear el agua, unidas
las últimas fuerzas en tirar arriba y
abajo, una vez y otra, uno bebiendo vida
y el otro perdiéndola.
Lo veo tumbado bajo las
primeras estrellas de una noche en calma,
rojo de sangre el vientre, las piernas,
brillante de agua la cara. Y una voz rezonga
a su lado:
El Rubio cierra los ojos,
no puede hablar. Comprende que no hace falta
pedirles que lo dejen quieto. Sólo desea
dormirse del todo antes de que vengan los
guardias. Prefiere no ser visto así,
rendido, aspirando bocanadas de muerte como
se aspira el humo de un cigarrillo. Son
instantes en los que el hombre, piensa el
Rubio, recupera la bondad, lo mejor que
encierra. Olvida la mezquindad y el crimen.
Los gemidos de los supliciados. El Rubio
aspira la muerte y la muerte le llena los
pulmones, los hace fértiles de paz
definitiva; el Rubio, al morir, se
reconcilia con la vida.
Me es difícil imaginar
esa escena de otro modo. Nadie de los que la
han visto la han contado en toda su verdad,
y mucho menos quien empuñara el arma
homicida. Todo en la vida del Rubio es
nebuloso, se difumina entre el miedo y el
silencio, la vergüenza de los criminales que
ni siquiera aciertan a contar la historia a
su manera. Lo que sabemos del Rubio no da ni
para pergeñar una historia. Ni siquiera su
muerte se ha convertido en leyenda: agoniza,
me han dicho, junto a un aljibe, o a una
acequia, el rostro contraído por el dolor de
una herida que le quema las entrañas. Sus
asesinos de ocasión han borrado las huellas.
Han borrado la memoria del Rubio. Han
hurtado incluso sus despojos al dolor de
quienes los hubieran enterrado con un mínimo
de dignidad.
Una leyenda, por débil
que sea, da pie a que cada uno se quede con
lo que más le guste de ella. De la leyenda
inacabada del Rubio, las malas conciencias
atesoran lo que les eriza la piel: que si al
"Cabrito" de Castellote, después de matarlo,
la partida le puso los genitales
sanguinolentos en la boca; que si en Dos
Torres de Mercader la misma gente del Rubio
ató a una muchacha a una tinaja de modo que
oyera los gritos de sus parientes ejecutados
a golpes de azuela. Todo eso, el Rubio lo ha
sabido siempre, sucede desde que el general
Pizarro convirtió el Maestrazgo en un
estercolero de guerra sucia. Cuando hay
terror se responde con más terror. A la
sangre con más sangre. Cuando algo así
sucede las ideas se ocultan detrás de la
tramoya. Es tu vida o la de ellos. Ni el
Rubio ni su gente empezaron la guerra.
Por eso, porque puedo
elegir entre los jirones de una leyenda sin
hacer, me quedo con un episodio de la vida
guerrillera del Rubio que, de algún modo, la
dota de una luz especial y nos hace olvidar
los terribles trazos -reales o no- con que
las voces, entonces y ahora, acostumbran a
emborronarla. Y quiero pensar que Francisco
Serrano Iranzo, alias "el Francisco", o
alias "el Rubio", elige también un hecho
así, o cualquier otro similar, de los años
en que la lucha guerrillera no se había
convertido todavía en un ejercicio
sangriento por sobrevivir, para despedirse
en paz de la vida.
El Rubio cierra los ojos
para morir pensando en los años en que no
tenía que matar para vivir. Cierra los ojos
para no morir doblado. Es más fácil
disimular el dolor con los ojos cerrados.
Porque es posible que ese amigo que te ha
vendido, o ese enemigo que al fin te ha
alcanzado, se compadezca de ti. Y si algo no
le gusta al Rubio es la compasión. La
compasión es el más desdichado de los
sentimientos humanos, porque quien compadece
se reconoce impotente. O se finge impotente,
y eso es aún peor. El Rubio nunca sintió
compasión, ni le tembló jamás el pulso al
empuñar un arma. El Rubio cierra los ojos
para mostrar mejor que no se doblega, que
resiste hasta el último aliento: "Los
comunistas son como el acero, ha dicho La
Pasionaria, se les puede romper pero no
doblar". El Rubio está roto por dentro, pero
se mantiene erguido ante la muerte.
Es el final de un
trayecto sinuoso, el largo camino desde los
puños noblemente levantados hasta este dolor
en las entrañas que mata en escasos minutos.
Un camino largo y lleno de vueltas desde la
rabia hasta la furia. Desde la furia hasta
la rabia. La furia y la rabia de los pobres.
La muerte es ahora la esperanza. La muerte
convierte en leyenda las razones, la muerte
fabrica epopeyas. El tiempo lava los
accidentes del camino. El Rubio cierra los
ojos recordando, de repente, un abrazo
envuelto en olor a río, un saludo libertario
a una joven de ojos claros y alegres, un
atisbo de esperanza en una noche más oscura
que todas las noches sin luna del mundo.
El Rubio aprieta los ojos
y ve, clarísimos, otros ojos, cientos de
ojos como los de la muchacha que abrazó.
Luego afloja los párpados, suspira el aire
de la acequia en donde ha saciado la última
sed, y se duerme pensando que está muerto.
Mayo de 1999.
José Giménez Corbatón.
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