En 1946, de
la familia Corbatón sólo quedan
en "El Maestrazgo" la abuela,
María, que ha cumplido ya los
setenta años, y dos de sus doce
hijos, precisamente los que
llevan el nombre de los padres:
Ramón, encargado de la central,
y María, la más joven, que tiene
entonces veinticinco años. El
abuelo había muerto poco después
de proclamarse la Segunda
República.
Cada verano, la abuela María aguarda la visita de alguna de sus hijas de
Zaragoza con sus familias. Como si no hubiese sido suficiente tener
tanto número, tres de sus vástagos, dos hembras y un varón, le nacieron
ciegos, y se han abierto camino en la ciudad. La visita de sus hijas
coincide a menudo con las fiestas patronales de Ladruñán, que se
celebran el 24 de agosto, día de San Bartolomé.
El coche del correo, desvencijado, a veces con
hombres encaramados en la baca, entre maletas y cestas, nos deja siempre
en el apeadero de Santolea, detrás de la calera. Allí viene a buscarnos
Ramón, Ramón y la yegua, o Ramón y la mula terca cuando Ramón vende la
yegua para que todos la podamos echar de menos. Cruzamos el pueblo
deteniéndonos en cada puerta (la visita anual así lo exige) y luego
enfilamos la senda del lavadero comunal, cruzamos la junquera de las
Contiendas -mi madre siempre me advierte que proteja los ojos de los
dardos de los juncos-, el barranco del Gallipuente y las últimas
huertas. A este lado de la pasarela húmeda y resbaladiza que salva el
sobradero del canal, nos espera la abuela María; las hijas de Zaragoza
la regañan cada año, madre, no cruce que un día resbalará y... abrazamos
la carne blanda de la abuela y la abuela llora de gozo. Hoy se puede
llegar en coche hasta la puerta misma de la central.
Santolea y Ladruñán viven del cereal, de la huerta y del ganado lanar.
Algunos hombres trabajan en las minas de Castellote. Ni Ladruñán ni su
término conocerán las trilladoras hasta los años setenta: no hay caminos
por donde puedan transitar. Se trilla a la vieja usanza, y se aventa a
merced del aire.
Ladruñán,
la “Central del Maestrazgo”, parecen aislados del mundo en 1946. Nadie
que no vaya aposta se acerca hasta aquellos lugares: hay que tener un
motivo familiar, íntimo o sentimental. Se vuelve a ese cauce alto del
río porque el río, con sus pozas, sus corrientes, su dibujo atormentado,
lleva generaciones inoculándose en el corazón de quienes han nacido en
ese lugar aislado del mundo, o de quien se sustenta en raíces que crecen
entre el limo de ese río.
El "Maestrazgo", en mi
fantasía, es una isla. Allí leo "Robinson Crusoe"
Soy un niño solo en la ciudad, y soy un niño
más solo aún durante los veranos en la
central. Cuando mis padres, mis tíos, la
abuela, sestean, yo subo a la falsa, o subo
a la noguera que está encima de la
plataforma, y leo. Luego me siento con el
tío Ramón en la mesita de madera junto a la
cabina del teléfono y leemos juntos el
Heraldo. Los Corbatón son una de las raras
familias de la zona que recibe por correo el
diario zaragozano; el Heraldo se lee de pe a
pa, pero siempre con varios días de retraso,
detalle sin importancia; el tiempo posee
otro discurrir. El zumbido eterno de las
turbinas no marcan el transcurso del tiempo,
sino su perennidad. O su inexistencia. A mi
abuela, que es republicana, el Heraldo le
permite admirar a un conservador como
Churchill, nunca he sabido el porqué. Quizá
sea debido a que, en su imaginario personal,
el político inglés representa más que nadie,
gracias a su enorme envergadura corporal, el
triunfo de los aliados. En la central leo el
Heraldo, lo que no hago en Zaragoza, y leo
"Robinson Crusoe" y "Tom Sawyer"
y unas novelas románticas y baratas que
encuentro en un baúl de la falsa, cuyos
títulos no recuerdo, y de las que ahora
ignoro el paradero. Vivo solo en una isla
rodeada de agua: el río, el canal, las
acequias, el sobradero, la balsa de la
compuerta.
La primera radio la
comprará mi tía María años después, cuando
también ella viva en Zaragoza y forme parte
ya de los que regresan en verano. Es sin
duda el último regalo importante que recibe
la abuela. Pero para entonces Churchill ha
cedido todo el poder y la abuela no puede
oírlo, ni se habla de él. La televisión ya
no encontrará viva a Santolea, ni a la
abuela. Se habrá de instalar la antena por
encima de la lastra; yo nunca he visto una
antena tan alta, mástil metálico y náufrago
entre cantos de piedra y coscojas, y cientos
de metros de cable serpenteando monte abajo
sin el ímpetu del agua que alimenta las
turbinas.
Todo está hoy como entonces. El
banco de carpintero de mi abuelo,
donde los guerrilleros reposarán las
armas mientras colocan las cargas de
dinamita en los generadores: tiene
la madera más gastada que he visto
nunca, y esos cinco tablones que
alguien ha repuesto no acaban de
armonizar. La mesa pintada de negro
en la que leíamos el periódico o
jugábamos al julepe. La puerta de la
cabina telefónica: los cristales
dejan ver el interior desnudo, pues
han instalado un aparato más moderno
junto a la entrada. El azulete ajado
de las paredes. Las ventanas
tapiadas, transformadas en armarios
desde que los maquis entraron por
ellas.
El cuadro de los contadores y
las palancas, todo al alcance de las
manos, sin protección; no
olvido
nunca los consejos familiares: las
palancas, hijo, sólo que las
rozaras...
Durante mis veranos en la
central nunca se habla de los maquis. Los
hechos, sin duda, están aún demasiado
cercanos. Es un tema que nadie menciona, o
que apenas se insinúa. Siempre he sabido que
la central donde parte de mi familia lleva
viviendo casi tres cuartos de siglo ha sido
dinamitada en dos ocasiones, y que en ambos
casos los que destruyeron sus máquinas de
luz eran de nuestro bando. Pero durante mi
infancia aún no se quiere recordar los
pormenores, lo que de verdad sucedió. Yo,
entonces, no entiendo ese silencio. Imbuido
de libros de aventuras, de novelas del
Oeste, de tebeos de Hazañas Bélicas,
Robinson niño entre chopos, nogueras, y un
peral que da frutos gigantescos y que
llamamos peronero, bendito árbol que el
tiempo ha borrado y que ha dado sombra
durante décadas a una de las pozas más
amorosas del río, qué detalles no habría
añadido a los hechos simples y claros que
ahora, por fin, estoy contando. Escapa a mi
mundo de niño aquel silencio, y por ello
aumenta su misterio. Ahora, por fin,
entiendo la razón última y profunda del
secreto: mi familia no puede lanzar una y
otra vez a los cuatro vientos, a todo el que
quiera oírlo, que ni en un caso -el de la
guerra civil- ni en el otro -el de los
guerrilleros de Levante- ha sufrido el menor
daño ni guarda, en el fondo, mal recuerdo.
Los maquis, hijo, me han repetido más tarde
muchas veces, "no hicieron ningún disparo.
Se portaron como caballeros". Eso es, sin
duda, sobre lo que no quieren insistir. Pero
hay un gesto más, inolvidable.
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