Venimos a volar la
central, dicen. Ramón, la abuela María, como
si se hubiesen puesto de acuerdo, arguyen lo
mismo llevándose las manos a la cabeza.
Pero, ¿ustedes saben lo que van a hacer? Es
que dejarán muchas familias sin pan. No hay
más remedio, cumplimos órdenes, consignas.
Es nuestro deber. Somos guerrilleros de
Levante. Lo pone ahí, en sus brazaletes
tricolor: A. G. L. y A. N. Y dos brazos con
las manos cruzadas. "Todo delator,
consciente o inconsciente, de los
guerrilleros, será ajusticiado
inmediatamente por los mismos", dice uno de
los escritos que le dan a Ramón. Para que se
sepa. Y el otro: "No hay honor mayor para un
hijo de España que formar parte de las filas
guerrilleras. Obreros, campesinos, soldados,
antifranquistas todos, incorporaos a las
guerrillas". Señora, esto es un asunto
político. Además, así también les damos
trabajo a los obreros.
-
¿Y pan?.
-
El justico les
podemos dar -responde la abuela-.
Precisamente mañana subimos a masar a
Ladruñán. Aquí no tenemos horno. ¿Y mi
hijo Ramón?.
-
Está en la central,
con los compañeros.
-
¿Qué compañeros? ¿Por
dónde han entrado? Cada noche cerramos
la puerta grande.
-
¿Quién hay arriba?.
Por entonces, en la
falsa, vivía temporalmente otra familia. El
hombre es un conocido partidario de Franco.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que ha hecho
en la guerra. La joven María responde:
-
No hay nadie. Se
fueron hace unos días.
-
María, tú me vas a
acompañar arriba, a ver si es verdad que
no hay nadie.
No vienen sólo a volar la
central. Buscan al Centeno. Qué le hubiera
ocurrido, nunca lo hemos sabido. Ni cómo
acierta a marcharse unos días antes de la
llegada de los maquis.
El hombre que parece dar
las órdenes le clava el cañón de la pistola
en la espalda. En ningún momento, mientras
dura la visita a la falsa, María Corbatón
deja de sentir la dureza del metal en las
costillas. La muchacha suda, pero es un
sudor frío. No es posible que esto acabe
mal, piensa. No me puede pasar esto. No
hemos hecho nada para que paguemos los
platos que otros han roto de mala manera,
piensa, y sube uno a uno, despacio, la
docena de escalones que trepan hasta la
falsa.
En el rellano luce una
bombilla sucia.
-
Apaga la luz -le dice
el guerrillero.
-
No hay llave. Está
siempre encendida, día y noche. Aquí se
fabrica luz, y no nos cuesta nada.
-
Afloja la bombilla.
-
Es que no llego. Como
no la afloje usted.
-
Déjala pues. Sigue
andando.
La cocina está al fondo
del pasillo. A la derecha se abren, como
bocas negras, las alcobas. A la izquierda
los postigos de madera, cerrados, tapan el
fragor del río y la respiración dormida de
los chopos.
A María, sin saber el
porqué, se le ocurre que el Centeno podría
haber vuelto. Ha podido volver sin que nadie
lo haya visto. Dios mío, no es posible que
esto acabe mal para nosotros.
Y en ese momento,
te lo juro, justo cuando vamos a cruzar
el umbral de la puerta, me acuerdo de la
guerra. De súbito me viene la guerra a
la cabeza; dicen que pasa cuando uno se
va a morir, que se le agolpan muchos
recuerdos a la vez como una cuerda de
presos liberada. En la guerra también
vuelan la central, los republicanos, en
la huida, o en la desbandada podríamos
decir. Entonces nos hacen salir a la
acequia del molino. Los soldados en
retirada están en lo alto, en las
Carcamas. Han cogido de casa colchones
de aquellos de corcho. Nos vamos las
mujeres, entonces sólo estamos las
mujeres en casa para llevarlo todo, el
molino, los huertos, los animales, todo,
y aún nos caen unas piedrecicas de la
explosión. Los nacionales, después, les
harán una bolsa, desde el Mas de las
Matas, por El Forcall, una bolsa, y los
cogerán dentro como en un corro. Allí se
entregan muchos, y muchos otros mueren.
Tenemos que irnos evacuadas a la
Algecira. Y por el camino baja uno del
pueblo con los moros, a violarnos. Les
han hablado de las chicas de la central,
de que éramos rojas. Y los soldados que
están en las Carcamas se ponen a
dispararles y nos gritan, no paséis, no
paséis, que bajan los moros. Yo tenía
poco más de quince años. Después, en la
Algecira, de noche, la abuela no puede
dormir, tiene un desasosiego que no
puede dormir. Pues, ¿y qué será? Allá a
las diez o las once de la noche, pam,
pam, llaman a la puerta. ¿Quién va?
Bajen. Abran. Y se encuentra con dos o
tres soldados. Les acompaña gente del
pueblo. Que se tienen que venir con
nosotros a Ladruñán. ¿Y a qué hemos de
ir? Usted, no, mi hermana Rosalía no,
porque era ciega. Usted se queda aquí.
Las llama el comandante y tienen que
venir. Los nacionales se han hecho con
todo. Pues a Ladruñán. La tía Rosalía,
pobrecica, se ha de quedar sola con una
vecina que ni conoce. Y allí que vamos
la abuela, tu madre, otra chica de La
Algecira y yo. Nos acusan de espías.
Fíjate, que si les hacíamos señas a los
rojos, que si..., qué se yo, mentira
todo. Y que nos tienen que fusilar. ¿Que
nos tienen que fusilar? Dice, sí, sí.
Pero resulta que el comandante ha ido a
parar a casa de unos que nos conocen
bien, y se ve que hablan. Y les dicen,
pero cómo van a matar a esa familia si
son tan buena gente, si no han hecho
nunca nada, son de izquierdas, sí, pero
no han hecho mal alguno a nadie. Conque
no sé cuántas veces nos llaman a
declarar, y las declaraciones nuestras
se las pasan al comandante, y el
comandante ya ve que somos buenas
personas. Y dice, bueno, pues no las
vamos a matar, pero les vamos a cortar
el pelo al cero. Y nos llevan a otra
casa a cortarnos el pelo al cero. Y
aquel hombre que nos tiene que rapar aún
nos da un trozo de chocolate a cada una,
está malo en la cama, y dice, os lo voy
a dejar, el pelo, mejor que lo lleváis.
Y tampoco nos lo toca, hala, hala, que
hay una gente más mala en este pueblo,
nos dijo el hombre... Un sargento o un
alférez, algo así es. Y cuando, quince o
veinte días después, bajamos otra vez a
la central, pues ya vemos que se nos han
llevado las gallinas, el cerdo, y el
caballo, pero el caballo se les escapa.
Nos han saqueado la casa, los del pueblo
nos roban muchas cosas: piezas de ropa,
un violín. Fíjate tú de qué poquica cosa
puede llegar a depender tu vida.
El guerrillero se
adelanta a abrir una ventana. Luego
se queda quieto, acechando las
sombras. El guerrillero se acerca al
hogar y hunde los dedos de la mano
izquierda en el rescoldo apagado,
frío.
Vuelven abajo.
-
Van a venir
todos arriba, al canal, para que
no les pase nada.
-
¿Y Ramón?
-insiste la abuela.
-
Por Ramón no
tiene que preocuparse. Se ha de
quedar con los compañeros.
Un desfile lento; la
luna menguante apenas ilumina la senda.
Alguna nube deshilachada, a veces, juega
a ponerle velos. Están las dos hermanas
ciegas, y el cuñado, también ciego. El
monte es pedregoso. Los cinco
guerrilleros, vestidos de pana oscura,
van detrás. Pasan junto a los corrales,
y ha balado una oveja. Se oye un
mochuelo, casi como un maullido. Cruzan
unos huertos pequeños y llegan al
cobertizo de la reja que filtra el agua
del canal antes de que se zambulla en
los tubos de la central. Desde el camino
de la era, cruzan el canal por un puente
estrecho: dos troncos, unos cañizos
cubiertos de piedras. Los ciegos,
ayudados por los hombres armados,
trastabillan.
Se quedan todos quietos,
mirando abajo, oyendo muy abajo el fragor de
la central que tapa el del río. El canal, a
sus pies, discurre silencioso y negro.
María Corbatón rompe ese
silencio, ese rumor sordo que viene de
abajo.
Se ha dirigido a uno de
los guerrilleros.
El hombre se ríe.
El hombre se ríe otra
vez.
-
Ya suben los
compañeros.
Ramón va delante. A Ramón
se lo llevaron tarde a la guerra, cuando
llamaron a su quinta. No pegó nunca un tiro,
fue siempre cocinero de tropa. En febrero
del 39 se une a una fila de
huidos
y acaba en un campo de prisioneros, junto a
un mar que no conoce. Cuando oye las falsas
promesas de perdón, regresa: tarde o
temprano, piensa, volveré a la central, con
los míos. No puede ser de otro modo. Y por
fin lo hace tras permanecer largos meses
prisionero de Franco. Ramón, durante la
República, se había afiliado al sindicato
socialista, como su padre.
Este guerrillero conoce
el nombre de todos. La abuela hace un gesto
de alivio mezclado con otro de reprobación:
no faltaría más que eso, parece decirle al
hombre.
-
Enseguida está y nos
vamos. Han de entender que es necesario
-el hombre, de espaldas a la luna, no
deja ver su cara-; luchamos por
restablecer la democracia del pueblo. Y
por la revolución agraria. Que Franco
sepa que sus días están contados. Hace
ya rato que las campanas tocan a muerto
para el fascismo. Pero ustedes no
necesitan discursos.
-
Se habla
mucho de Francisco, el del Val
de la Bona, que se había echado
al monte unos meses antes y se
dice que
anda ahora con el
maquis comunista. Yo no lo he
visto nunca, pero él nos tiene
que conocer, conoce a todo el
mundo en la zona. Los del Val de
la Bona lo tienen todo muy
preparado, a la fuerza ahorcan;
ni el somatén ni los guardias
los dejan vivir, por rojos, por
haber estado en la cárcel, por
lo que sea. Tienen un caño hecho
por el que se puede pasar, una
persona detrás de otra,
agachados, desde el corral de
las caballerías, hasta allá
abajo, a no sé cuánto de la
masada, y cuando vienen los
guardias se meten por ese caño y
se marchan. Pero un día se van
los hijos, y el padre, y se
quedan en el monte.
Una
explosión sorda, en las tinieblas, apenas
audible, y luego otra más fuerte en las
Carcamas, que sube hasta la cresta y salta
al pozo estrellado del cielo, el eco de la
primera. Y luego el silencio más negro. La
central y ellos en un silencio negro.
Enmudecen los grillos y las ranas, el
mochuelo, el tremolar dulce de las
estrellas. La oscuridad oculta el
estremecimiento de cada uno de los cuerpos;
también los hombres que han colocado las
cuatro cargas de dinamita sobre los
rodamientos y los volantes de las máquinas
se han estremecido y el frío repentino les
hace aferrar las armas con más fuerza. El
ciego enciende su último cigarrillo, el del
desayuno de mañana, y ahora la luz de la
lumbre es un punto rojo que garrapatea en la
noche como un insecto furioso.
-
Adiós
las fiestas de Morella.
-
Bien jodidas están,
sí.
-
Con la noche tan
serena, la explosión se ha tenido que
oír en Santolea; darán parte a
Castellote o vendrá el Somatén -dice
Ramón.
-
Los "civilones" están
ahora más cagaos que un recién nacido
-el guerrillero remueve la tierra con la
punta de la bota-. Y lo mismo el
somatén. Además, en las Contiendas se
encontrarán con algo que no les gustará
nada.
Los dos que se han
quedado más abajo han entrado en la central
después de la explosión. Ahora hacen señas
con la linterna desde una ventana.
Como han hecho al llegar,
el grupo de guerrilleros se divide. La
abuela Carod cruza la cocina con el candil
en la mano y va hasta la alacena del
comedor.
La alacena es de obra y
está en el muro que separa la casa de la
central.
Hay un baile de sombras
negras en la casa.
El hombre se queda
callado, como si aguardara un gesto de
aprobación.
La boca de las máquinas
está retorcida. Las bobinas son un amasijo
metálico. La máquina más pequeña se ha
movido de su sitio. Del tablón de
contadores, ennegrecido, aún surgen llamas
azuladas y humeantes. La abuela Carod viene
la última, con una vela encendida en cada
mano. Las sombras danzan por las paredes,
que han perdido parte de la pintura y del
yeso. El suelo está sembrado de cristales.
De la central se ha hecho dueño un aire
picajoso, enrarecido.
La joven María se asoma
al río, mira el cárcavo; el olor del agua,
de repente, envuelve la ventana que acaba de
abrir para que el humo se disipe.
Y el guerrillero que los
ha llamado siempre por su nombre se acerca a
la abuela, ofreciéndole la mano.
La vieja deposita una de
las velas en la mesa de los periódicos y
corresponde al saludo. El hombre, antes de
ir hacia la puerta grande que los compañeros
han abierto, se vuelve hacia la ventana por
donde María sigue aspirando el río.
Se acerca a la joven y la
abraza.
-
De la
manera que nos habla, es él, se
dirige a nosotros cariñoso, como
si nos conociera. Sabe que la
abuela es la abuela Carod;
Ramón, Ramón; y yo, María, su
hermana. Y me da un abrazo
fraternal y me dice: salud y
libertad. Yo sólo he oído hablar
de él, de que se ha tenido que
echar al monte. Francisco, se
llama; de los últimos que
quedarán, con la Pastora. Nos
tendrá vistas de las fiestas en
el pueblo, qué sé yo.
-
Si suben los
guardias, seguro que les tienden una
celada.
-
No se moverán de
Castellote hasta dentro de unos días.
-
La guardia civil
no vendría aquella noche; ni las
siguientes. Mandarán al somatén de
Santolea; suben al caer la tarde, dos o
tres hombres con escopetas. Nos siguen
por toda la casa. Subimos a la falsa, te
suben detrás. Sales al lavadero, ellos
pegados a la espalda. No te dejan vivir.
Los conocemos a todos. Del que más me
acuerdo, uno que le dicen el Lango; se
sienta con nosotras al fuego. No tenemos
luz, claro, la central sin luz, y nos
sentamos al fuego, con el candil
dibujando humo y miedo colgado del halda
de la chimenea, y hablamos. Hablamos de
todo, de cualquier cosa, del tiempo, del
baile, de si cundió la trilla, pero de
política nunca.
"Días después se instala un retén de la
guardia civil en la central. Siete años
más o menos. Se van turnando. Dos, tres,
según. Viven en casa, en el cuarto del
fondo, porque desde la ventana se vigila
mejor río arriba. Se hace pesado, día a
día, día y noche, a todas horas. Y
cogiéndonos pimientos, tomates, lo que
encuentran. Al cuarto que ocupan aún lo
llamamos cuartel. Voy a dormir al
cuartel, decimos. A veces usan el de los
amos, frente al váter. Se traen la
comida. Nos preguntan si les querremos
lavar, y decimos que no, que un día o
dos, aún será, pero de contino ni
hablar. Se guisan en el hogar nuestro,
allí en el fuego, por turnos. Nosotros o
ellos primero, como venga la cosa. Pero
lavarles, no, si les ves una camisa muy
sucia que les corre prisa, se la lavas a
lo mejor, pero no como obligación. Y
ponen un cuartelillo en Santolea, y otro
en Ladruñán... Al somatén de Ladruñán,
por cierto, al año siguiente, le
quitarán las armas los maquis, a todos
el mismo día cuando vuelven del campo...
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