TRES
      3

Toda la familia ha subido al baile que se celebra en el trinquete. Éste, como es habitual en muchos pueblos turolenses, se halla situado debajo del ayuntamiento y se cierra con arcos por el lado de la calle. La abuela María, durante las últimas semanas, se muestra temerosa de que sus hijos anden de noche por los caminos. Desde los tiempos de la guerra civil no se le ha visto tan inquieta. Se habla mucho del maquis. Los hombres del Val de la Bona se han echado hace meses al monte y se dice que ahora andan con guerrilleros entrados en España por el Valle de Arán. No hace mucho, su hija María, al ir a cerrar la compuerta del molino, bien entrada la noche, ha oído silbidos en torno suyo; unos parecían provenir de la lastra, por donde llevamos a apacentar las ovejas, y otros por los bancales del Brea, ha dicho la chica. La joven ha vuelto a casa diciendo que, al oírlos, lo mismo le dan calores como que está sudando. La luna clara multiplica las sombras y el miedo. La abuela María ha llegado a la conclusión de que algo se prepara en las cercanías de la central, o en la central misma, pero prefiere no decir nada. No sería la primera vez que el edificio es un objetivo de guerra.

María Corbatón, la hija, es muchacha observadora y sagaz. Llama la atención el brillo alegre de sus ojos claros. Baila sin dejar de mirar a su alrededor, como acechando quién ha de ser el próximo mozo que la invite. Hace rato que ha reparado en el hombre que se pasea en solitario por delante de la puerta de la iglesia. Lleva un traje marrón de pana, oscuro y brillante por el mucho roce; el pelo muy corto, rapado. Pero lo que más le divierte son las alpargatas blancas y sucias atadas con cintas de tela sobre el empeine y en torno a los tobillos.

  • Ha de ser por fuerza masovero -les dice bromeando a sus amigas-. Ni para zapatos tiene.

El hombre da vueltas, fuma sin parar, mira con expresión ceñuda; tiene la piel morena y cuarteada; no saca a bailar a ninguna chica. Se aleja del lugar antes que nadie.

Pero hace poco que se han reanudado los bailes en el pueblo; no es cuestión de perder el tiempo con un forastero, o con el humilde peón de algún masada lejana.

Se van los músicos y los jóvenes se demoran un rato en la taberna, a la izquierda del trinquete. Alguien ha traído unas guitarras y se oyen cantos en el piso de arriba. Se saborean los últimos vasos de vino.

Al día siguiente, en la central, todo será hablar del baile, de los festeos en ciernes, de los rostros que han visto sonrojarse. Nadie se acuerda del masovero sin zapatos, ni de sus alpargatas blancas y sucias. La familia va a trabajar a las huertas del otro lado del cauce, frente a la central. Hay que limpiar de hierbas las zanahorias. Los Corbatón viven del sueldo de la empresa, de las ganancias del molino, de dos palmos de tierra duramente trabajada, de cuatro animales para ir tirando. La central sólo da un salario y el molino dejará pronto de ser útil. El huerto aguarda. Las zanahorias se engordan más sin hierba alrededor. Lo saben, esa misma noche, los maquis que irrumpen en la central recién acabada la cena:

  • Les hemos visto trabajar el huerto, junto a la chopera; toda la tarde.

Han estado vigilando. Desde las Cambretas. Las Cambretas son una cueva de paso para los guerrilleros. Un buen puesto de observación. Las Cambretas es una grieta en la mole pétrea de las Carcamas, en la punta más alta, donde arranca la cresta si se mira desde Santolea. Y si se mira desde las Cambretas se divisa, en días claros, hasta Castellote, perdido en la lejanía, y, por el otro lado, los molejones que tapan Cuevas de Cañart. Oteando desde el mástil de la cueva, a la espalda, la mirada se extravía por la hoya de Bordón.

Los guerrilleros han venido por el río, han cruzado por debajo del paso voladizo y allí se han dividido; cinco han entrado en la casa por la cocina y otros cinco por las ventanas de la central, las que dan a la parte de atrás, a un pasillo ancho y cimentado llamado, por costumbre, la plataforma. Las otras, las que miran al río, habrían tenido que escalarlas. Ramón, que está de servicio, se ha levantado hace unos minutos de la mesa al sentir un descenso violento de la luz y la aceleración de las máquinas. En ocasiones así, o durante las tormentas eléctricas, las máquinas se ponen a rugir como elefantes encolerizados, y la intensidad eléctrica oscila igual que si la vapuleara el viento. Sólo que esa noche de agosto no hay tormenta, el cielo aparece estrellado, en calma, y la familia ha cenado con la ventana que da al río de par en par.

  • Es la "Fonseca" -dice Ramón al traspasar la puerta que comunica el comedor con la central.

Los que entran por la plataforma lo encuentran en la cabina del teléfono. Ramón, al verlos, cuelga el auricular.

  • ¿Con quién has hablado, Ramón?.

  • Con nadie.

  • ¿Cómo que con nadie? Si llevabas la bocina en la mano.

  • No he hablado con nadie. No me han contestado. Llamaba a la "Fonseca". Ha habido un "desacople".

  • La "Fonseca", la han volado nuestros compañeros. Y aquí venimos a hacer lo mismo. Tenemos que dinamitar la central. Me creo que no hayas dado aviso.

Un yerno de Zaragoza, ciego como su mujer, esta lavándose las manos en el lavadero; luego, espera que sequen y se pone a liar un cigarrillo con las últimas briznas de la petaca. Mañana Ramón bajará a Santolea y comprará tabaco en la tienda de Ronzano. La noche es tibia y hermosa, y todo parece dormir en medio del silencio. Se oye el canto antiguo de los grillos en el monte y la bulla de las ranas en la acequia. El ciego ve la noche a través de los sonidos y fuma sin prisa los restos del tabaco; se ha hecho un cigarrillo muy fino, para poder fumar el último con el desayuno, al día siguiente. Irá al pueblo con Ramón y saborea ya el vino áspero de la taberna de Aurelio.

  • Buenas noches.

  • Buenas noches. ¿Por aquí a estas horas? -el ciego chupa del cigarrillo y expulsa el humo despacio, tratando de tapar la inquietud.

  • A ver si tuviera usted tabaco.

  • Me estoy fumando el último. Mañana mi cuñado bajará a Santolea.

  • Esto sí que es suerte.

El ciego ha oído un ruido metálico, y su instinto le dice que es el ruido metálico de un arma.

  • Acompáñenos adentro. Somos guerrilleros de Levante, pero no ha de preocuparse por nada.

  • Pues vienen un día que estamos toda la tropa; la familia entera de Zaragoza.

  • Lo sabemos. No pase pena. Acompáñenos adentro.

Venimos a volar la central, dicen. Ramón, la abuela María, como si se hubiesen puesto de acuerdo, arguyen lo mismo llevándose las manos a la cabeza. Pero, ¿ustedes saben lo que van a hacer? Es que dejarán muchas familias sin pan. No hay más remedio, cumplimos órdenes, consignas. Es nuestro deber. Somos guerrilleros de Levante. Lo pone ahí, en sus brazaletes tricolor: A. G. L. y A. N. Y dos brazos con las manos cruzadas. "Todo delator, consciente o inconsciente, de los guerrilleros, será ajusticiado inmediatamente por los mismos", dice uno de los escritos que le dan a Ramón. Para que se sepa. Y el otro: "No hay honor mayor para un hijo de España que formar parte de las filas guerrilleras. Obreros, campesinos, soldados, antifranquistas todos, incorporaos a las guerrillas". Señora, esto es un asunto político. Además, así también les damos trabajo a los obreros.

  • ¿Y pan?.

  • El justico les podemos dar -responde la abuela-. Precisamente mañana subimos a masar a Ladruñán. Aquí no tenemos horno. ¿Y mi hijo Ramón?.

  • Está en la central, con los compañeros.

  • ¿Qué compañeros? ¿Por dónde han entrado? Cada noche cerramos la puerta grande.

  • ¿Quién hay arriba?.

Por entonces, en la falsa, vivía temporalmente otra familia. El hombre es un conocido partidario de Franco. Nadie sabe a ciencia cierta lo que ha hecho en la guerra. La joven María responde:

  • No hay nadie. Se fueron hace unos días.

  • María, tú me vas a acompañar arriba, a ver si es verdad que no hay nadie.

No vienen sólo a volar la central. Buscan al Centeno. Qué le hubiera ocurrido, nunca lo hemos sabido. Ni cómo acierta a marcharse unos días antes de la llegada de los maquis.

  • María, tú irás delante.

El hombre que parece dar las órdenes le clava el cañón de la pistola en la espalda. En ningún momento, mientras dura la visita a la falsa, María Corbatón deja de sentir la dureza del metal en las costillas. La muchacha suda, pero es un sudor frío. No es posible que esto acabe mal, piensa. No me puede pasar esto. No hemos hecho nada para que paguemos los platos que otros han roto de mala manera, piensa, y sube uno a uno, despacio, la docena de escalones que trepan hasta la falsa.

En el rellano luce una bombilla sucia.

  • Apaga la luz -le dice el guerrillero.

  • No hay llave. Está siempre encendida, día y noche. Aquí se fabrica luz, y no nos cuesta nada.

  • Afloja la bombilla.

  • Es que no llego. Como no la afloje usted.

  • Déjala pues. Sigue andando.

La cocina está al fondo del pasillo. A la derecha se abren, como bocas negras, las alcobas. A la izquierda los postigos de madera, cerrados, tapan el fragor del río y la respiración dormida de los chopos.

  • Hasta la cocina.

A María, sin saber el porqué, se le ocurre que el Centeno podría haber vuelto. Ha podido volver sin que nadie lo haya visto. Dios mío, no es posible que esto acabe mal para nosotros.

Y en ese momento, te lo juro, justo cuando vamos a cruzar el umbral de la puerta, me acuerdo de la guerra. De súbito me viene la guerra a la cabeza; dicen que pasa cuando uno se va a morir, que se le agolpan muchos recuerdos a la vez como una cuerda de presos liberada. En la guerra también vuelan la central, los republicanos, en la huida, o en la desbandada podríamos decir. Entonces nos hacen salir a la acequia del molino. Los soldados en retirada están en lo alto, en las Carcamas. Han cogido de casa colchones de aquellos de corcho. Nos vamos las mujeres, entonces sólo estamos las mujeres en casa para llevarlo todo, el molino, los huertos, los animales, todo, y aún nos caen unas piedrecicas de la explosión. Los nacionales, después, les harán una bolsa, desde el Mas de las Matas, por El Forcall, una bolsa, y los cogerán dentro como en un corro. Allí se entregan muchos, y muchos otros mueren. Tenemos que irnos evacuadas a la Algecira. Y por el camino baja uno del pueblo con los moros, a violarnos. Les han hablado de las chicas de la central, de que éramos rojas. Y los soldados que están en las Carcamas se ponen a dispararles y nos gritan, no paséis, no paséis, que bajan los moros. Yo tenía poco más de quince años. Después, en la Algecira, de noche, la abuela no puede dormir, tiene un desasosiego que no puede dormir. Pues, ¿y qué será? Allá a las diez o las once de la noche, pam, pam, llaman a la puerta. ¿Quién va? Bajen. Abran. Y se encuentra con dos o tres soldados. Les acompaña gente del pueblo. Que se tienen que venir con nosotros a Ladruñán. ¿Y a qué hemos de ir? Usted, no, mi hermana Rosalía no, porque era ciega. Usted se queda aquí. Las llama el comandante y tienen que venir. Los nacionales se han hecho con todo. Pues a Ladruñán. La tía Rosalía, pobrecica, se ha de quedar sola con una vecina que ni conoce. Y allí que vamos la abuela, tu madre, otra chica de La Algecira y yo. Nos acusan de espías. Fíjate, que si les hacíamos señas a los rojos, que si..., qué se yo, mentira todo. Y que nos tienen que fusilar. ¿Que nos tienen que fusilar? Dice, sí, sí. Pero resulta que el comandante ha ido a parar a casa de unos que nos conocen bien, y se ve que hablan. Y les dicen, pero cómo van a matar a esa familia si son tan buena gente, si no han hecho nunca nada, son de izquierdas, sí, pero no han hecho mal alguno a nadie. Conque no sé cuántas veces nos llaman a declarar, y las declaraciones nuestras se las pasan al comandante, y el comandante ya ve que somos buenas personas. Y dice, bueno, pues no las vamos a matar, pero les vamos a cortar el pelo al cero. Y nos llevan a otra casa a cortarnos el pelo al cero. Y aquel hombre que nos tiene que rapar aún nos da un trozo de chocolate a cada una, está malo en la cama, y dice, os lo voy a dejar, el pelo, mejor que lo lleváis. Y tampoco nos lo toca, hala, hala, que hay una gente más mala en este pueblo, nos dijo el hombre... Un sargento o un alférez, algo así es. Y cuando, quince o veinte días después, bajamos otra vez a la central, pues ya vemos que se nos han llevado las gallinas, el cerdo, y el caballo, pero el caballo se les escapa. Nos han saqueado la casa, los del pueblo nos roban muchas cosas: piezas de ropa, un violín. Fíjate tú de qué poquica cosa puede llegar a depender tu vida.

El guerrillero se adelanta a abrir una ventana. Luego se queda quieto, acechando las sombras. El guerrillero se acerca al hogar y hunde los dedos de la mano izquierda en el rescoldo apagado, frío.

  • Tienes razón. Aquí hace días que no vive nadie.

Vuelven abajo.

  • Van a venir todos arriba, al canal, para que no les pase nada.

  • ¿Y Ramón? -insiste la abuela.

  • Por Ramón no tiene que preocuparse. Se ha de quedar con los compañeros.

Un desfile lento; la luna menguante apenas ilumina la senda. Alguna nube deshilachada, a veces, juega a ponerle velos. Están las dos hermanas ciegas, y el cuñado, también ciego. El monte es pedregoso. Los cinco guerrilleros, vestidos de pana oscura, van detrás. Pasan junto a los corrales, y ha balado una oveja. Se oye un mochuelo, casi como un maullido. Cruzan unos huertos pequeños y llegan al cobertizo de la reja que filtra el agua del canal antes de que se zambulla en los tubos de la central. Desde el camino de la era, cruzan el canal por un puente estrecho: dos troncos, unos cañizos cubiertos de piedras. Los ciegos, ayudados por los hombres armados, trastabillan.

  • ¿Qué están haciendo? -pregunta la abuela.

  • Acaban de colocar las cargas.

Se quedan todos quietos, mirando abajo, oyendo muy abajo el fragor de la central que tapa el del río. El canal, a sus pies, discurre silencioso y negro.

María Corbatón rompe ese silencio, ese rumor sordo que viene de abajo.

  • ¿No era usted uno que estaba ayer en el pueblo, frente al trinquete?.

Se ha dirigido a uno de los guerrilleros.

  • Yo mismo.

  • Pues lo tomé por un masovero.

El hombre se ríe.

  • Por llevar alpargatas en un día de fiesta, fíjese.

El hombre se ríe otra vez.

  • Ya suben los compañeros.

Ramón va delante. A Ramón se lo llevaron tarde a la guerra, cuando llamaron a su quinta. No pegó nunca un tiro, fue siempre cocinero de tropa. En febrero del 39 se une a una fila de huidos y acaba en un campo de prisioneros, junto a un mar que no conoce. Cuando oye las falsas promesas de perdón, regresa: tarde o temprano, piensa, volveré a la central, con los míos. No puede ser de otro modo. Y por fin lo hace tras permanecer largos meses prisionero de Franco. Ramón, durante la República, se había afiliado al sindicato socialista, como su padre.

  • Ya está aquí su hijo, abuela Carod. ¿Ve como no le hacemos nada?

Este guerrillero conoce el nombre de todos. La abuela hace un gesto de alivio mezclado con otro de reprobación: no faltaría más que eso, parece decirle al hombre.

  • Enseguida está y nos vamos. Han de entender que es necesario -el hombre, de espaldas a la luna, no deja ver su cara-; luchamos por restablecer la democracia del pueblo. Y por la revolución agraria. Que Franco sepa que sus días están contados. Hace ya rato que las campanas tocan a muerto para el fascismo. Pero ustedes no necesitan discursos.

  • Se habla mucho de Francisco, el del Val de la Bona, que se había echado al monte unos meses antes y se dice que anda ahora con el maquis comunista. Yo no lo he visto nunca, pero él nos tiene que conocer, conoce a todo el mundo en la zona. Los del Val de la Bona lo tienen todo muy preparado, a la fuerza ahorcan; ni el somatén ni los guardias los dejan vivir, por rojos, por haber estado en la cárcel, por lo que sea. Tienen un caño hecho por el que se puede pasar, una persona detrás de otra, agachados, desde el corral de las caballerías, hasta allá abajo, a no sé cuánto de la masada, y cuando vienen los guardias se meten por ese caño y se marchan. Pero un día se van los hijos, y el padre, y se quedan en el monte.

Una explosión sorda, en las tinieblas, apenas audible, y luego otra más fuerte en las Carcamas, que sube hasta la cresta y salta al pozo estrellado del cielo, el eco de la primera. Y luego el silencio más negro. La central y ellos en un silencio negro. Enmudecen los grillos y las ranas, el mochuelo, el tremolar dulce de las estrellas. La oscuridad oculta el estremecimiento de cada uno de los cuerpos; también los hombres que han colocado las cuatro cargas de dinamita sobre los rodamientos y los volantes de las máquinas se han estremecido y el frío repentino les hace aferrar las armas con más fuerza. El ciego enciende su último cigarrillo, el del desayuno de mañana, y ahora la luz de la lumbre es un punto rojo que garrapatea en la noche como un insecto furioso.

  • Adiós las fiestas de Morella.

  • Bien jodidas están, sí.

  • Con la noche tan serena, la explosión se ha tenido que oír en Santolea; darán parte a Castellote o vendrá el Somatén -dice Ramón.

  • Los "civilones" están ahora más cagaos que un recién nacido -el guerrillero remueve la tierra con la punta de la bota-. Y lo mismo el somatén. Además, en las Contiendas se encontrarán con algo que no les gustará nada.

Los dos que se han quedado más abajo han entrado en la central después de la explosión. Ahora hacen señas con la linterna desde una ventana.

  • Ya podemos bajar.

Como han hecho al llegar, el grupo de guerrilleros se divide. La abuela Carod cruza la cocina con el candil en la mano y va hasta la alacena del comedor.

  • Se ha roto mucha vajilla.

La alacena es de obra y está en el muro que separa la casa de la central.

  • La vibración, abuela. No se puede evitar.

Hay un baile de sombras negras en la casa.

  • Pasen a la central y verán que lo único que se ha dañado son las máquinas.

El hombre se queda callado, como si aguardara un gesto de aprobación.

  • Esto es un acto de sabotaje y propaganda.

La boca de las máquinas está retorcida. Las bobinas son un amasijo metálico. La máquina más pequeña se ha movido de su sitio. Del tablón de contadores, ennegrecido, aún surgen llamas azuladas y humeantes. La abuela Carod viene la última, con una vela encendida en cada mano. Las sombras danzan por las paredes, que han perdido parte de la pintura y del yeso. El suelo está sembrado de cristales. De la central se ha hecho dueño un aire picajoso, enrarecido.

  • ¿Han estallado todas las cargas?.

La joven María se asoma al río, mira el cárcavo; el olor del agua, de repente, envuelve la ventana que acaba de abrir para que el humo se disipe.

  • Ramón, ahora nos vamos. Darás parte en que pase media hora. Ni un minuto antes.

Y el guerrillero que los ha llamado siempre por su nombre se acerca a la abuela, ofreciéndole la mano.

  • Lo siento por la loza.

La vieja deposita una de las velas en la mesa de los periódicos y corresponde al saludo. El hombre, antes de ir hacia la puerta grande que los compañeros han abierto, se vuelve hacia la ventana por donde María sigue aspirando el río.

  • Vosotras sois el futuro, María.

Se acerca a la joven y la abraza.

  • Salud y libertad -dice el guerrillero.

  • De la manera que nos habla, es él, se dirige a nosotros cariñoso, como si nos conociera. Sabe que la abuela es la abuela Carod; Ramón, Ramón; y yo, María, su hermana. Y me da un abrazo fraternal y me dice: salud y libertad. Yo sólo he oído hablar de él, de que se ha tenido que echar al monte. Francisco, se llama; de los últimos que quedarán, con la Pastora. Nos tendrá vistas de las fiestas en el pueblo, qué sé yo.

  • Si suben los guardias, seguro que les tienden una celada.

  • No se moverán de Castellote hasta dentro de unos días.

  • La guardia civil no vendría aquella noche; ni las siguientes. Mandarán al somatén de Santolea; suben al caer la tarde, dos o tres hombres con escopetas. Nos siguen por toda la casa. Subimos a la falsa, te suben detrás. Sales al lavadero, ellos pegados a la espalda. No te dejan vivir. Los conocemos a todos. Del que más me acuerdo, uno que le dicen el Lango; se sienta con nosotras al fuego. No tenemos luz, claro, la central sin luz, y nos sentamos al fuego, con el candil dibujando humo y miedo colgado del halda de la chimenea, y hablamos. Hablamos de todo, de cualquier cosa, del tiempo, del baile, de si cundió la trilla, pero de política nunca.

    "Días después se instala un retén de la guardia civil en la central. Siete años más o menos. Se van turnando. Dos, tres, según. Viven en casa, en el cuarto del fondo, porque desde la ventana se vigila mejor río arriba. Se hace pesado, día a día, día y noche, a todas horas. Y cogiéndonos pimientos, tomates, lo que encuentran. Al cuarto que ocupan aún lo llamamos cuartel. Voy a dormir al cuartel, decimos. A veces usan el de los amos, frente al váter. Se traen la comida. Nos preguntan si les querremos lavar, y decimos que no, que un día o dos, aún será, pero de contino ni hablar. Se guisan en el hogar nuestro, allí en el fuego, por turnos. Nosotros o ellos primero, como venga la cosa. Pero lavarles, no, si les ves una camisa muy sucia que les corre prisa, se la lavas a lo mejor, pero no como obligación. Y ponen un cuartelillo en Santolea, y otro en Ladruñán... Al somatén de Ladruñán, por cierto, al año siguiente, le quitarán las armas los maquis, a todos el mismo día cuando vuelven del campo...

 
 
TRES