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En 1925, Ramón
Corbatón y María Carod abandonan la
central de la “Fonseca”, en el cauce
alto del río Guadalope,
para instalarse en un viejo molino
que se encuentra a casi tres horas
de camino aguas abajo; pegada al
molino y aprovechando el pronunciado
desnivel del terreno, la empresa
morellana propietaria de la
“Fonseca” acaba de poner en pie una
nueva central eléctrica que tomará
el nombre de la comarca, “El
Maestrazgo”. En ese tramo del
Guadalope, numerosas piedras
desprendidas siglos atrás de los
murallones de las Carcamas salpican
el cauce hasta el punto de que en
ciertos lugares las aguas se hacen
casi invisibles. De ahí que la gente
conozca aquel sitio como “Cantalar”
y que a la central, a veces, la
llamen “Central del Cantalar”. A
Ramón y a María los acompañan nueve
de sus doce hijos, pues los demás
han muerto siendo aún niños. |
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De
las dos máquinas, hoy tan sólo una acostumbra a
funcionar, pues el caudal de las aguas no es tan
abundante como en otros tiempos. He visto en mi niñez el
Guadalope inundando el molino convertido ya en
gallinero, el agua embarrada y turbia alcanzando casi el
lavadero a la entrada de la casa; recuerdo un verano de
tormentas en que, absortos por la riada, apenas vimos
cruzar frente a la ventana del comedor un buitre de
vuelo extraviado y fundido con el aire impetuoso que
producía la corriente. En una de las máquinas se lee
“Ateliers des Charmilles S.A. 1923 Genève Nº 1187”.
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El
molino, que no dejará de funcionar hasta el final de los
años cuarenta, se encuentra en una de las zonas más
angostas y profundas del Guadalope. Quien quiere
acercarse a él no lo adivina hasta llegar a la misma
puerta de la central. Situado en el margen izquierdo del
cauce, la violenta pendiente permitió la instalación de
los tubos que absorben el agua de un canal nacido en la
zona alta del río, a medio camino de la “Fonseca”. En la
otra orilla se yergue la mole rocosa de las Carcamas,
una tortuosa pared, rojiza y gris, que recorre varios
centenares de metros río arriba y que se eleva en el
aire unos trescientos metros sobre la central.
La
central del “Maestrazgo” se compone de dos cuerpos. El
conjunto, desde el río, llama la atención por sus
diversos cárcavos. Están, a la izquierda, los tres
pequeños del molino,
y a la derecha el grande de las
turbinas. La casa tiene tres pisos, el más bajo de la
muela, convertido luego en corral, el de las
habitaciones, situado al mismo nivel que la central
eléctrica, y el de la falsa. La central es un poco más
alta que el edificio del molino. Ambos se comunican por
medio de un voladizo añadido en 1925 que hoy es sólo
comedor pero que, hasta que murió la abuela María en
1964, fue comedor y alcoba. Debajo
del voladizo hay un paso abierto con techumbre de
guijarros; encima, un solanar. Por el paso abierto, que
llega del río, se accede al lavadero y a la casa, a la
cocina y al pasillo que conduce a las habitaciones. Las
habitaciones están a la izquierda, y son cuatro. A la
derecha hay un váter, una especie de cabina suspendida
en el aire con un simple asiento de madera en cuyo
centro hay un agujero redondo y un tape con asa, también
de madera. La central debía de ser la única casa de Ladruñán que tenía un váter. Tanto éste como el lavadero
desaguan al río por los cárcavos del molino.
El pueblo, Ladruñán, se levanta en
una ladera reseca, a más de una hora de camino desde “El
Maestrazgo”, detrás del Cabezo y Ermita de Santa
Bárbara, lejos del Guadalope. La aridez de Ladruñán
contrasta con el verdor que rodea la hidroeléctrica; en
verano, la luz ahoga el pueblo, mientras que chopos y
árboles frutales visten de sombras y de luz espejeante y
tibia el viejo molino. Ladruñán tiene dos barrios;
Crespol, el más cercano, apenas media docena de casas, y
La Algecira, más grande y casi sobre el río, mucho más
alejado del núcleo principal. A espaldas del pueblo,
junto a la Peña del Cuchillo, y a notable altura, está
la Cueva que todos llaman del Convento, pues en ella
hubo monjes Servitas hasta que en el siglo XVII la
abandonaran, al decir de don Pascual Madoz, “por su
insalubridad y falta de ventilación”.
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Río
abajo, a una hora de marcha desde la
central, sobre una colina de perfiles
suaves, dormita Santolea como una serpiente
de colores acostada en la pendiente. En lo
alto, la calera donde se arrojan las reses y
las caballerías muertas, el calvario y el
cementerio. En el centro, la vieja iglesia
de Santa María Magdalena, con su torre
cuadrada. El pueblo muere a orillas del
Guadalope, que se sumerge en el pantano unos
centenares de metros después. Santolea será
derribada en los años sesenta por las
excavadoras de la Confederación Hidrográfica
del Ebro. Antes, la elevación de la presa
había servido
de excusa para echar a sus gentes. Dejarán
en pie la iglesia, el calvario del siglo XVIII, y el cementerio cuyas tumbas no
tardarán en ser saqueadas, como la mayoría
de las casas, antes de que la Confederación
ordene tirarlas. El calvario y la iglesia
acabarán convirtiéndose también en un montón
de huesos. La desaparición de Santolea será
un hito
más en la lenta descomposición de
las sierras turolenses y en la progresiva
destrucción de su frágiltejido humano y
productivo. Se quiere borrar hasta la
memoria de las cosas.
El partido judicial de
toda la zona es Castellote, antiguo enclave
templario, donde apenas nadie recuerda hoy
el milagro de la Virgen del Agua, su
patrona, según el cual, y si hemos de creer
el testimonio del padre Roque Alberto Faci
en su obra “Aragón, Reyno de Christo y dote
de María Santíssima”, publicada en 1739,
jamás se asentó cagada de mosca en los
rostros ni en las manos de Nuestra Señora ni
del Niño Jesús, pues, aunque en el retablo
era “mucha la inmundicia de aquellas
impertinentes avecillas que tanto nos suelen
molestar”, había sido reparado por “sujeto
sagaz, que acercándose un moscardón al
rostro de Nuestra Señora como dando giros,
se vio, antes de tocar el rostro, caer
muerto sobre el Altar”. Y dado que la mosca
es símbolo del maligno “Beelzebub, aquí hace
María Santíssima ostensión de su poder,
ahuyentando a todo inmundo espíritu que puede
mancharnos”. El milagro puede resultar
insignificante, y de ahí justificarse su
olvido, pero a mí me parece que, en su
escatología, muestra una virgen diáfana, un
tanto brujesca, y a la altura surrealista de
unas tierras azotadas sin tregua por la
ruina.
Si mediado el siglo XIX,
las poblaciones de Castellote, Ladruñán y
Santolea se componían, respectivamente, de
1691, 631 y 671 almas (siempre según Madoz),
en la fecha en que sucede el hecho principal
de este relato, 1946, estas cifras se han
visto ya reducidas prácticamente a la mitad.
Y no creo azaroso que ese hecho principal
sucediera en las postrimerías de agosto,
pues es entonces cuando en Morella, cuna de
la empresa propietaria de las centrales
eléctricas que he mencionado, celebran cada
seis años la memorable festividad de la Mare
de Déu de Vallivana. A la Virgen de
Vallivana le cupo el honor de servir en
milagro más utilitario, aunque menos
poético, que a su competidora del Agua, por
lo que sus siervos no la han olvidado. Y es
que los alivió de una epidemia allá por la
séptima década del mil setecientos. Desde
entonces la patrona ha dado nombre a más de
una mayorazga del lugar, y, en fiel
cumplimiento de un voto expresado por sus
súbditos con ocasión de la mencionada plaga,
recibe honores magnos en los llamados
sexenios: celebraciones fastuosas en las que
aparecen tapizadas de flores las calles como
no acierta a verse en ningún otro sitio. Y
el evento tiene lugar los días que culminan
el mes de agosto: la virgen es traída a pie
hasta la villa morisca desde el Santuario
donde es venerada, a más de veinte
kilómetros de distancia. 1946 era año del
sexenio.
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